Una obra de arte es única, igual que cada uno de nosotros. Está sola, como cada uno de nosotros en los momentos cruciales. Se expone, sola, única, en toda su desnudez. Muda ante los ojos que la observan. Muda ante los juicios que las bocas emiten. Es la condensación de una fuerza imperiosa que lleva en sí todo lo más maravilloso junto con todo lo más terrible, condensa nuestra eterna finitud.
Muy pocos pueden sostener la mirada ante semejante espectáculo. Muy pocos están dispuestos a contemplar su más profunda belleza que se muestra en medio de su silencio.. Muy pocos se resisten a tapar con palabras tranquilizadoras esa desnudez que hiere pero al mismo tiempo enaltece, porque no alcanzan a darse cuenta de que enaltece.Muy pocos franquean los pocos pasos que los separan de acercarse a una obra de arte, atentos a lo que ella les transmite. Muy pocos son capaces de estarse ahí en silencio, sin pensar y esto qué es, para qué sirve, qué quiere decir.
Muchos menos que pocos deciden llevarse una obra de arte a su casa, o al menos lo anhelan, como en contracara tantos se paran delante de un plasma y lo quieren tener.
Hay que tener coraje para insistir en mostrarse en medio de los muchos plasmas, para descubrirse a la luz entre tanta pantalla buscada, para atravesar cantidades de indiferencia, de menosprecio, de desprecio. La obra de arte tiene el valor de quedarse aunque se hayan ido todos, aunque le hayan pasado cerca y hayan dado vuelta la cara. Aunque el mundo siga su curso o explote, la obra de arte se queda quieta, expuesta, a la espera de desintegrarse o de que alguien tenga el valor suficiente como para encararla, quererla, llevársela a su casa y disfrutarla al máximo si le resulta afín.